La nación es un principio de identidad que unifica lo que fue con lo que es y posiblemente, con lo que será. La identidad nacional es el reconocimiento de que los miembros de la nación, pasados, presentes y futuros, tienen un destino común.
En el mundo neoliberal este sentido de nación se ha ido diluyendo, extinguiendo, incluso deformando. El dominio del capital financiero es tan brutal que las naciones se ven sujetadas por sus intereses. Es cierta la vieja sentencia marxista de que el capital no tiene nacionalidad.
No hay duda alguna de que el hecho de imaginar una nación responde a ciertas necesidades, de identidad, estabilidad, sentido, que no se ven satisfechas en aspectos más mundanos de la vida moderna. Esto explica, hasta cierto punto, la fuerza del nacionalismo.
Sobre todo aquellas naciones que se componen de las nacionalidades indígenas que se expresan como plurinacionales como México y Bolivia. No se puede olvidar los sentimientos que giran alrededor del nacionalismo.
Así, el hombre del resentimiento odia. Pero también teme y, por consiguiente, no actúa. Interioriza su odio, que acaba invadiendo todo cuanto piensa y hace. El que es noble, en cambio, se guía por sus emociones y se olvida de los males que le han hecho.
El poder del resentimiento, orientado hacia adentro, ha creado un sujeto para aquellas emociones cuya expresión niega: un yo que ha nacido del deseo frustrado, un deseo tanto más intenso cuanto más es reconocimiento denegado.
Nuestro conocimiento del mundo está siempre mediado por nuestra interpretación del mismo. El mundo sea como un texto y que carece de sentido hablar del texto sin referirlo a una interpretación particular.
Una moral concreta expresa las exigencias de una forma concreta de vida social; es la voz de la sociedad y a los miembros de esa sociedad se dirige. Su función es guiar la conducta según maneras que estén en consonancia con esa forma de vida social.
En el mundo moderno, se nos alienta a creernos poseedores de nuestra propia identidad con independencia de las relaciones sociales en cuyo entramado existimos. La moral moderna ha adoptado la forma de deber; no busca orientar nuestras decisiones con miras a una vida de sentido, sino constreñirla.
La idea de que todos somos ciudadanos sin apelar a nuestra identidad es mala conseja del liberalismo, la universalidad no puede existir sin la particularidad. Ser ciudadano mexicano no me puede evitar ser a la vez tzapoteco y a la vez tenga otro proyecto de nación en términos comunitarios.